Ayer estuvimos en La Aguilera. ¿Otra vez? No, nunca es otra vez. Cada vez que visitamos a las Hermanas Iesu Communio es nueva, es la primera. Resulta difícil explicarlo, pero es lo que yo siento. Es algo parecido a lo que ocurre con la lectura de la Palabra de Dios, o con la liturgia de las Horas, o con las celebraciones de los sacramentos; siempre son nuevas, el Señor siempre acontece y siempre sorprende haciéndolo todo nuevo.
Ayer fue la profesión solemne de tres hermanas: Marta de Jesús, Chiara y Verónica de Jesús. La presidió el cardenal esloveno Franc Rodé, hasta hace poco Prefecto para los Institutos de Vida Consagrada. Hablar de la ceremonia en sí, sería muy largo, hoy no quiero hacerlo. Hoy quiero hablaros de las familias de Iesu Communio, o, mejor dicho, de la Gran Familia Iesu Communio de la que me siento uno más.
Cada vez somos más y resulta más difícil coincidir con todos, pero sí es cierto que ya nos vamos poniendo caras, nombres e incluso historias cuando nos vemos. En el fondo todas las historias que vamos conociendo de nuestras familias son muy parecidas, aunque distintas, ¿Por qué? Porque todas han sido modeladas por un mismo autor: Dios. Y lo que transciende de todas ellas es AMOR, sólo AMOR. Unas con más sufrimiento que otras, pero todas inundadas de amor de Dios. De nuestros labios siempre sale una palabra, siempre la misma: ¡Gracias a Dios! Los sentimientos de desgarro, de desprendimiento, de dolor por la hija que se va de casa para nunca volver, se tornan en sentimientos de agradecimiento, de felicidad, de plenitud; porque Dios colma con mucho ese vacío.
No quiero que penséis que hablo solamente de los padres, no. También hablo de los hermanos y hermanas, abuelos, tíos, primos, incluso amigos y amigas. El Espíritu Santo está empeñado con esta casa y se sigue derramando a raudales. Su acción no se queda allí dentro sino que se extiende a través de cada una de las hermanas a toda su familia y conocidos. Estoy siendo testigo excepcional de ello y por eso lo digo.
Con casi 200 hermanas, hay muchísimas historias que contar. Todas ellas maravillosas, pero en el fondo sólo son capítulos de un mismo libro que Dios sigue escribiendo y cada página vuelve a sorprendernos porque está impregnada de misericordia.
Ellas también son conscientes de esto y saben que su misión está surtiendo efecto por obra y gracia del Espíritu Santo. Ayer tuvieron un detalle que nos emocionó a los presentes, fue a última hora de la tarde. Todas salieron al patio para hacer pasillo a Monseñor Rodé y a D. Francisco Gil Hellín cuando se iban. Les despidieron mientras los padres y familiares (quedábamos pocos a esas horas) observábamos desde lo alto. La imagen era impresionante, pero cuando se dieron la vuelta para volver a su casa y nos vieron todas gritaron: ¡Qué vivan nuestros padres! ¡Que vivan nuestros padres! ¡Que vivan nuestros padres! Y todos nos fundimos en un fuerte y emocionado aplauso.