domingo, 10 de abril de 2011

Raúl Berzosa: "Cristiano-obispo"

HOMILÍA DE MONS. RAÚL BERZOSA
Al Pueblo que peregrina en Ciudad Rodrigo

Queridos hermanos y hermanas, bienvenidos seáis todos: ¡Bendito sea Dios Padre que, en Cristo, por el Espíritu, nos ha enriquecido con toda clase de gracias y dones, sin mérito alguno de nuestra parte! No podían ser otras mis primeras palabras en esta Catedral. Para seguidamente añadir, con sinceridad: gracias, ante todo y sobre todo, a los fieles de Ciudad Rodrigo, por vuestra generosa acogida y por las muestras de afecto sincero y desbordante, recibidas durante estos meses, desde el día en el que os anunciaron mi nombramiento, y que de nuevo expresáis hoy y aquí con vuestra presencia.

Al recibir la invitación del Santo Padre Benedicto XVI a aceptar el ejercicio del ministerio episcopal en esta diócesis civitatense, una vez más escuché en mi interior el eco del comprometido mensaje del ya próximo beato Juan Pablo II, cuando en nuestra ordenación presbiteral, en Valencia, en el año 1982, manifestó: “sed sacerdotes de cuerpo entero y al servicio de la Iglesia universal; allí donde os necesite”. Con esta actitud he tratado de vivir hasta ahora y hoy me presento ante vosotros. Sí, deseo de corazón servir, en la verdad y en la caridad, a una Iglesia, pequeña en número de fieles, pero con gran tradición secular y pastoreada en las últimas décadas, con generosidad y acierto, por Don Antonio, Don Julián y Don Atilano. Gracias, especialmente, a D. Atilano por su buen hacer, por su amistad y por su acogida tan fraterna hacia mi persona desde el primer momento.

Pido a San Isidoro y a San Sebastián, nuestros patronos, que acierte a ser “obispo de todos, con todos y para todos”. Y, siempre, según el corazón, el modelo y las actitudes del Buen Pastor.

Un saludo agradecido y muy cordial, en Cristo, al querido Sr. Nuncio, Mons. Renzo Fratini, y a los señores arzobispos y obispos presentes; en especial a D. Carlos Osoro, anterior arzobispo de Oviedo, y a D. Jesús Sanz, actual arzobispo de Oviedo, que tan fraternalmente me acogieron. También a los hermanos obispos de la Provincia Eclesiástica de Oviedo; y a D. Ricardo Blázquez, Arzobispo de esta provincia eclesiástica de Valladolid, así como a los hermanos Obispos de la misma, con quienes renuevo ya, desde ahora, mi comunión episcopal, mi disponibilidad de colaboración y mi afecto sincero. Agradezco la cercanía y amistad de D. Carlos, obispo de Salamanca, con el que he venido trabajando más estrechamente estos años en la Junta Jurídica de la Conferencia Episcopal. Finalmente, permitidme un saludo episcopal al Sr. Arzobispo de Burgos, D. Francisco, y al de Palencia, Don Esteban a quienes me unen lazos de amistad y de vecindad. A los obispos de Portugal y de tierras extremeñas. Y a Don José Sánchez, que se quedará con nosotros como emérito, a quien admiro y con quien, ya siendo presbítero, tuve ocasión de colaborar en Medios de Comunicación Social.

Un saludo muy agradecido a mi familia: a mamá Carmina, a mi hermana -Madre Verónica-, a mis hermanos de sangre –Ramón, Fernando y Jesús-, a sus consortes e hijos, tíos y primos, y a mis amigos más cercanos a quienes debo lo mejor de mí mismo;

gracias a todos los que, como colaboradores, de cerca o de más lejos, el Señor de la Providencia os ha colocado tan cerca de mí durante tantos años. En estos momentos saludo especialmente a los llegados desde Asturias, Burgos y tierras palentinas, a los arandinos y cebolleros. ¡Gracias de corazón! ¡Dios os pague todo el bien que me hacéis!

Un saludo muy cercano al presbiterio de esta Diócesis, a los Vicarios de Castilla y de otros lugares, a los Vicarios de la Prelatura del Opus Dei en España, a los Diáconos y a los seminaristas mayores y menores, a los sacerdotes que trabajáis en otras diócesis españolas o estáis en las misiones: y a quienes la enfermedad os ha impedido vuestra presencia física hoy. Como hermanos sacerdotes, sois sin duda los más estrechos colaboradores del obispo. Espero mantener con vosotros, al menos, la misma relación que tuvisteis con mis predecesores, quienes en verdad me han dejado el listón muy alto. Gracias también a los presbíteros llegados de otras tierras.

Un saludo agradecido a todos los consagrados, de quienes valoro vuestra misión cotidiana en diversos y cualificados campos: desde la contemplación al compromiso caritativo, pasando por la enseñanza. Seguid siendo parábola de fraternidad, profecía de caridad y entrega sincera de amor a Jesucristo, a su Iglesia y a los más pobres.

Saludo extensivo a todas las asociaciones, hermandades, cofradías y movimientos laicales. ¡Cómo no recordar, también, a los DED de Ciudad Rodrigo, a los miembros de la Pastoral Juvenil y a tantos voluntarios que estáis preparando con mimo la participación en la Jornada Mundial de la Juventud! ¡Sois levadura y fermento de nueva evangelización!

Saludo a las familias, particularmente a las más afectadas por el paro y la crisis. ¡Seguiremos estando con vosotras de forma solidaria, cercana y comprometida!

Un recuerdo y una oración para los enfermos, mayores, impedidos y hospitalizados. ¡Estáis también aquí presentes!

Y también, cómo no, un reconocimiento a cuantos habéis preparado esta ceremonia: cabildo, colegio de consultores, curia, coral mirobrigense “Dámaso Ledesma”, y voluntarios.

Saludo a quienes estáis siguiendo esta celebración desde la radio o la televisión.
Y finalmente agradezco a las autoridades civiles, judiciales, militares y académicas, y del mundo de la comunicación social, vuestra presencia. Particularmente a D. Juan Vicente Herrera, Presidente de la Junta de Castilla y León, y a los alcaldes de Ciudad Rodrigo, Oviedo, Burgos, Aranda de Duero y Palenzuela. Seguiré trabajando con vosotros, desde la libertad religiosa y la laicidad positiva, en favor del bien común y del desarrollo integral de todos. La fe cristiana es una dimensión necesaria y sana para crecer y dar sentido y esperanza a las personas y a las comunidades.

Pido para todos que, incluso en esta hora de crisis global y profunda, podamos siempre discernir los nuevos signos de los tiempos y las nuevas oportunidades para anunciar a Jesucristo y su Buena Nueva con nuevo ardor, con nuevos lenguajes y con nuevas expresiones, en fidelidad a la Tradición viva de la Iglesia y con la Luz que el Espíritu sigue irradiando hoy. Os confieso mi decidido interés por el fomento de las vocaciones, por la defensa de la vida –desde su concepción hasta su muerte natural-; y por la formación cristiana en todas las edades, que conduzca a un compromiso coherente de vida.

He tenido ocasión de manifestar que esta Diócesis me es familiar y que, desde hace años, la he contemplado con simpatía y admiración. Primero, por mi condición de Secretario de “Iglesia en Castilla”, durante casi doce años, y por los encuentros mantenidos en ella, siempre de tan grato recuerdo. Y, segundo, por su memorial episcopal, del que destaco a Fray Alonso de Palenzuela (1460-1469), al arandino D. Bernardo Sandoval y Rojas (1586-1588), al también arandino D. Silverio Velasco (1924-1927), y al burgalés D. Demetrio Mansilla (1964-1988). Desearía, humildemente, no solo rendirles un merecido homenaje por los lazos comunes de ascendencia territorial, sino, sobre todo, seguir su ejemplo pastoral.
Elevo oraciones para que todos, laicos-consagrados-presbíteros, como una sola familia, acertemos a hacer realidad una Iglesia que es Misterio trinitario de comunión para la misión. Desde el Padre, Pueblo de Dios; desde el Hijo, Cuerpo de Cristo y, desde el Espíritu Santo, Templo Vivo de Dios. Traducida, como venimos subrayando en nuestra región, en hogar de comunión, escuela de aprendizaje mutuo, y creativo taller evangelizador.
Es la iglesia sinodal y evangelizadora tal y como supieron resumir los Santos Padres: “Nada sin el obispo; nada sin vuestro consejo; nada sin la voluntad decidida de ser y sentirnos todos la única Iglesia”.
Y San Ignacio de Antioquia, en su Carta a los Magnesios, nos recuerda: “Y así como el Señor nada hizo sin el Padre, siendo uno con Él, ni por sí mismo ni por los apóstoles: así vosotros nada hagáis sin el Obispo y los presbíteros”.
Sin duda, con estos profundos consejos, sabremos unir lo sectorial con lo territorial, potenciar la fraternidad sacerdotal y los equipos apostólicos, y desarrollar el trabajo parroquial cotidiano junto al de las Unidades Pastorales. Así contribuiremos todas las vocaciones, carismas, ministerios y movimientos a edificar la misma iglesia, esposa de Cristo, y a transparentar lo mejor y más preciado que hay en ella: la presencia viva y real, siempre joven, del mismo Jesucristo, nuestro Señor. Como lo ha expresado el Papa Benedicto XVI: “Quien se encuentra con Jesucristo no sólo no pierde nada, sino que gana todo”. Porque Él es la Verdad que ilumina nuestra mente, la Belleza que calma el corazón y la Bondad que hace buenas nuestras pobres obras.

Quisiera, además, rogar al Dueño de la mies que nos envíe nuevas y santas vocaciones, y que nos ayude a ensanchar como dos orillas: por un lado, y como venís trabando en el Objetivo Pastoral de este curso, la de ser buenos y generosos samaritanos, con los más necesitados; y, dentro de nuestra pobreza, continuar apostando por un compromiso real con quienes han olvidado su dignidad de Hijos de Dios y hasta, muchas veces, los motivos para vivir. Sin asustarnos por los siempre escasos recursos materiales y humanos de los que disponemos. Cáritas continuará siendo el órgano privilegiado para la articulación diocesana de la caridad, tanto asistencial como promocional.
Sin olvidar nuestro apoyo a Manos Unidas, vinculada tan estrechamente al ministerio apostólico, en su lucha contra el hambre de pan, contra el hambre de cultura y contra el hambre de Dios.

La segunda orilla es la del diálogo sincero con el arte y las nuevas tecnologías de comunicación y creatividad de hoy; en este sentido, deseo valorar expresamente lo que ya realizáis, como pioneros, en el campo religioso, audio-visual, cinematográfico y dramático y, a la vez, seguir ampliando nuevas y realistas iniciativas que en su momento tendremos ocasión de presentar y dialogar con los diversos Consejos Diocesanos. Ciudad Rodrigo, de tan bellos e históricos monumentos, no puede quedarse anclada solo en la nostalgia de un pasado.

En mi escudo episcopal, seguiré manteniendo las mismas palabras de San Ireneo: “Gloria Dei, homo vivens”. Sí; la gloria de Dios es que el hombre encuentre la Vida verdadera; y la felicidad del hombre es ver siempre a Dios. ¡Somos carne ungida por el Espíritu y nos espera, por adopción, lo mismo que aconteció en la naturaleza humana de Jesucristo! Esta es nuestra dignidad, nuestra vocación profunda y nuestra grandeza.

Nos lo ha recordado la primera lectura de este domingo quinto de Cuaresma, por boca del profeta Ezequiel: “Os infundiré mi Espíritu y viviréis; y os colocaré en vuestra tierra”. Y, también, hoy en la segunda lectura de la Carta a los Romanos se nos dice “que el Espíritu habita en nosotros. Y que quien no tiene el Espíritu de Cristo no es de Cristo. Ese mismo Espíritu, que resucitó a Cristo de entre los muertos, vivifica nuestros cuerpos mortales”.

Y como Marta, en el Evangelio que acabamos de escuchar, decimos a Jesús: “Sí, Señor, nosotros creemos que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que tenía que venir para dar la Vida al mundo”. Por eso puedo gritar aquí y ahora: ¡Es tiempo de esperanza, de gracia, de seguir trabajando por lo que los últimos papas han llamado “la civilización del amor y de la vida”! Dicho de otro modo, volver a anunciar-servir-y celebrar el Evangelio de la Esperanza. Para hacer realidad una triple escuela: la de la santidad, la de la comunión y la de la evangelización.

El Espíritu suscitará hombres y mujeres nuevos para una Iglesia y una sociedad nuevas. También en esta tierra. ¡Sin miedos! ¡Testigos y comunidades llenas de Vida! ¡No es tiempo de palabras, sino de hechos!

Permitidme, para concluir, una oración, inspirada en algún escrito del sacerdote José Luis Martín Descalzo:
A la hora de mi llegada a Ciudad Rodrigo,
poned solo en mi nombre y apellido:
“Cristiano-obispo”.
Y nada más.
Porque jamás quiero ser otra cosa.
Ni mejor cosa.
Deseo que mis manos estén siempre libres
para consagrar, perdonar y bendecir.
Y que mis ojos permanezcan
bien abiertos, asombrados aún
de tanto amor como recibí sin merecerlo,
y de tanto amor recibido para repartirlo.
Perdonad cuando no sepa entregarme
como el pan de la Eucaristía.
Deseo ser para todos
vaso transparente y comunicante
de los dones y misterios de Dios.
¡Cuando fui otras cosas,
al final, me descubrí volviendo a ser
tan sólo existencia expropiada y
mendigo de Cristo!
¡Soy tan débil y quisiera llevar sobre
mis espaldas a tantas personas y familias necesitadas!
Porto carbones encendidos en mi boca
y no son mías las palabras.
Son palabras prestadas por el Espíritu Santo,
que caerán sembradas con suavidad en cada corazón
e iluminarán con Aquella Luz que sólo Dios enciende.
¡Cómo me envuelve el misterio!
Ahora sé bien que nada es sólo mío.
Que donde pongo pan o vino,
Palabra y sacramentos,
Alguien los convierte en su carne y sangre,
en su Vida y en su Palabra.
No soy sólo yo quien bendice
ni mi sola voz la que habla.
Espíritu Santo, que guías mis pasos
y que ahora me seguirás sosteniendo;
Espíritu Santo, que haces grande mi amor pequeño
y que alumbrarás mis pasos hasta el final,
déjame suplicarte:
“Continúa, río y fuerza de Dios Uni-Trino,
fecundando mis resecas orillas;
continúa sosteniendo mis tartamudeos
y mis dudas en la noche;
continúa floreciendo el pan entre mis dedos
hasta que un día duerman, por fin,
mis huesos en el seno Trinitario”.
Mientras, te lo ruego,
sigue hablando con mis pobres labios,
con mi voz a veces cansada,
con mi corazón desgastado,
y con mis brazos siempre abiertos.
Todo es tuyo; y, por ti y contigo,
de Cristo y de su Iglesia,
para el Padre de todos los dones
y para estas comunidades de hermanos
que Él, como Pastor, me va regalando.

“¡Ayudadme a ser buen pastor de todos! ¡Ayudadme a hacer presente el bello misterio de Jesucristo y de su Iglesia!”. Si alguna vez me encontráis más cansado o desanimado, pedid con mayor fuerza por mí y regaladme el don de vuestra vida cristiana coherente y entregada. En esta hora de tantas desafecciones para con la madre Iglesia, es oportuno recordar unas palabras de San Juan Crisóstomo: “¡No te separes de la Iglesia! Ningún poder tiene su fuerza. Tu esperanza es la Iglesia. Tu salvación es la Iglesia. Tu refugio es la Iglesia. Ella es más alta que el cielo y más grande que la tierra. No envejece jamás; su juventud es eterna” (Homilía de Capto Eutripio, 6; PG 52,402).

Ya desde ahora os encomiendo en la Eucaristía de cada día y pido al Espíritu Santo, que hará posible un vez más el milagro de convertir el pan y el vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, me conceda luz y fuerza para saber gastarme con todo mi ser en el “martirio de la caridad episcopal”. Y que María, la Estrella de la Nueva Evangelización y Madre de los Pastores, bajo la advocación de Nuestra Señora de la Peña de Francia, interceda por todos nosotros. Amén.

 + Cecilio Raúl Berzosa Martínez, Obispo de Ciudad Rodrigo



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