miércoles, 9 de marzo de 2011

Cuaresma: 40 días de peregrinación por el desierto

Inspirado por unos textos de D. Raúl Berzosa, obispo de Ciudad Rodrigo.
Hoy es miércoles de ceniza. Comienza la Cuaresma. La Iglesia nos invita a la CONVERSIÓN. Si estamos dispuestos a experimentarla, adentrémonos en el desierto y caminemos durante 40 días.
Caminemos desnudos porque al desierto se viene con lo que somos. Nada más. Despojémonos de todo. Caminemos en silencio. No nos preocupemos por nada ni por nadie. No preguntemos. Aunque no veamos nada, no tropezaremos.
No compremos mapas, ni GPS. En el desierto no hay caminos, eso es para la ciudad donde todo está marcado, organizado y planificado perfectamente: lo que hay que hacer, lo que hay que decir, lo que hay que pensar, lo que hay que ser, lo que tenemos que esperar. En el desierto todo está intacto, sin estrenar.
Pongamos nuestra confianza en Dios y nada nos faltará.
No nos olvidemos de caminar, aunque estemos cansados. Si así lo hacemos, nuestra vida cambiará.
Dios, que nos conoce desde el seno materno, está con nosotros. Sólo nos pide confianza en Él y en su Palabra. Él es el que es y esto nos tiene que bastar. Él ha formado de la nada todo lo que existe. Jesucristo, su Hijo, Señor de la Luz y su Espíritu de Amor nos acompañarán y harán posible, si somos fieles, la transformación. Sólo entonces renaceremos.
El desierto es símbolo y expresión de una exigencia profunda: la del hombre que busca radicalmente una relación de comunión con el Trascendente, el que todo lo llena y ha hablado primero; y una relación plenamente humana consigo mismo y con los demás.
El desierto es signo de aridez y esterilidad, de finitud y limitación, pero también lugar de encuentro desde la fe y la confianza. El principal alimento en el desierto es la esperanza de lo nuevo, de lo que aún debe ser estrenado y se oculta aún sin aparecer.
El desierto conduce a descubrir la verdadera libertad a través del riesgo, de la prueba del silencio y del sufrimiento interno.
El desierto es ámbito privilegiado para renacer cuando se sabe escuchar los latidos del corazón y se descubre nuestra verdadera necesidad.
El desierto revela nuestra verdadera condición de caminantes, siempre en éxodo, revelándonos nuestra desnudez y grandeza al mismo tiempo.
El desierto es tiempo de pasiones y enamoramientos, de redescubrir la belleza de lo cotidiano y de los pequeños signos y lenguajes a veces olvidados. La luz del desierto, penetrando los ojos carnales, llega hasta los ojos del corazón alimentando nuevos colores, utopías y sentidos existenciales.
La mayor tentación en el desierto es la de no perseverar, la de no saber esperar. Pero el desierto es el paraíso elegido por Dios para desposarse con nosotros.
El desierto nos lleva a abrazar y amar lo universal, a fundirnos con todo lo creado. Allí nos encontramos heridos y desnudos, mendigos eternos, colgados entre el todo y la nada. El silencio, en el desierto, es de purificación y autenticidad.
En el desierto, sencillamente, somos lo que somos y como somos. Vivimos el hoy. El pasado se desvanece y el futuro no ha llegado aún. Gustar el hoy y sentirnos hoy: este es el gran secreto y la razón más profunda para seguir adelante en nuestra peregrinación por el desierto.
En el desierto aprender es volver a descubrir lo que ya sabíamos pero sintiéndonos al mismo tiempo aprendiz, ejecutor y maestro. En el desierto experimentamos el deseo de ser fieles, de ser auténticos. Y descubrir que esto no es tuyo, que no viene de ti, que el Espíritu habitaba en ti antes que tú lo supieras y que Dios te había hablado aún sin merecerlo.
En el desierto descubrimos que todo es don, gratuidad, amor de ágape.

1 comentario:

  1. Quien ha hecho la experiencia de desierto sabe que allí oye, recibe y dá.
    Que nos sintamos unidos, pidiendo unos por otros, para que sepamos estar abiertos a la gracia que este tiempo de cuaresma trae para todos. Un abrazo

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