Es cierto que a todos nos llama la atención cuando escuchamos experiencias de conversión extraordinarias. Aquí he publicado algunas. No es menos cierto que nos ponen de relieve la existencia de un Dios Padre, amor y misericordia por encima de todo.
Está muy bien compartir este tipo de testimonios porque nos enriquecen a todos y nos manifiestan que la Gracia de Dios se sigue derramando a raudales y que los dones del Espíritu afloran con poco que les dejemos un resquicio en nuestro corazón.
Pero esto nos puede hacer caer en una tentación, la de hacer de estas experiencias extraordinarias un peaje imprescindible para alcanzar la salvación. Y no es así.
Dios tiene un tiempo para cada uno de sus hijos y una forma peculiar y diferente de amarnos a cada uno.
He escuchado a muchos jóvenes de familias cristianas su desesperación al conocer el cambio tan profundo de vida que había significado para sus padres el descubrimiento del Amor de Dios y cómo ellos, los hijos, sentían una profunda frustración por no haber vivido ese cambio tan radical en sus vidas. Incluso algunos han confesado su necesidad de experimentar la caída más profunda para poder ser rescatados.
A veces nos gusta regodearnos demasiado en nuestras miserias, sin ninguna mala intención, para que destaque más la acción salvadora del Señor. Quizás deberíamos fijarnos más en la obra de Dios en nosotros que en aquello de lo que Él ya nos ha librado.
Otra tentación es la de pretender que nuestro encuentro con Dios es el mejor, el único y que todos los demás tienen que pasar por algo similar o no conocerán realmente el Don de Dios. La consecuencia de esto es el juicio de valor que hacemos a quienes no han tenido dicha experiencia, sin valorar que, a lo mejor, su experiencia es distinta no sólo en la forma, sino también en el tiempo.
San Pablo fue derribado de un caballo por el Señor para lograr su conversión. Los Santos Inocentes murieron como mártires en sustitución de Jesús, sin saberlo. Así podríamos hablar de tantos santos y santas con historias diferentes, muy diferentes, que han conocido el Amor de Dios de formas muy distintas, algunos desde una "espectacular" conversión y otros no, sino que desde niños han sentido esa llamada del Amado, como Santa Teresita de Lisieux o Santa Bernardette Subirous. Otros, muchos, han vivido toda una vida al lado del Señor, con sus dudas, con sus caídas, con sus pequeñas conversiones diarias y así, han llegado a la santidad.
Cada día me fijo más en esas personas que, cada día, acuden a la Eucaristía y oran en silencio cogidas a un rosario mientras contemplan el Sagrario. Llevan muchos años haciéndolo así y no creo que ahora tengan necesidad de cambiar esa rutina, bendita rutina.
Estoy convencido de que lo que el Señor quiere es la conversión de nuestro corazón. Lo que menos le importa es el cómo. A veces queremos que los "amigos del novio" dejen de serlo por un tiempo para que se alegren aún más al regresar con el novio. Y yo pregunto ¿Y los que se pierden en ese viaje?
Dejémonos amar por Él y testimoniemos con nuestra vida ese Amor, cada uno en la medida que Dios quiera.
Que Dios te bendiga y la Virgen te abrace.
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