Uno de los mandatos evangélicos de Jesús es que seamos sal de la tierra y luz del mundo.
Quiero meditar sobre la segunda parte de este mandado: "Ser luz del mundo". Para ello quiero utilizar la imagen de una antorcha.
La luz en esta antorcha proviene de la llama ardiente. Lo que alimenta esa llama ardiente es el aceite del que impregnamos la antorcha que terminará quemada y consumida para conseguir su finalidad que no es otra que alumbrar en la oscuridad.
Personalmente, creo que, como seguidores de Cristo, nuestra parte en esta misión que Jesús nos manda en el evangelio, consiste en ser la antorcha. Antorcha que tiene que empaparse de aceite. Aceite que no es otra cosa que el Espíritu Santo. Cuánto más aceite, más alumbrara la llama y más tiempo permanecerá encendida. Cuánto más aceite, mejor resistirá los vientos contrarios, incluso las inoportunas lluvias.
La antorcha debe dejarse empapar por el aceite y que este penetre hasta lo más profundo de su ser. Debe estar pronta para ser encendida por el fuego. Este fuego no es otra cosa que el Amor de Dios, el mismo Cristo resucitado. Sin haber absorbido previamente el aceite es imposible ser incendiada por el fuego.
Y este fuego tiene que quemar hasta ir consumiendo el propio ser de la antorcha. Consumirse para alumbrar, para iluminar la oscuridad.
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